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Cristina no es más que un personaje secundario de Casa de muñecas, la pieza teatral de Henrik Ibsen (1828-1906), el dramaturgo noruego, y, sin embargo, algunos de sus parlamentos son francamente inolvidables;
11:05 domingo 16 septiembre, 2018
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                Cristina no es más que un personaje secundario de Casa de muñecas, la pieza
teatral de Henrik Ibsen (1828-1906), el dramaturgo noruego, y, sin embargo,
algunos de sus parlamentos son francamente inolvidables; por ejemplo éste, que
tiene lugar cuando, ya viuda y sola, dice a Krogstad –otro de los personajes de la
misma pieza- lo siguiente: «Necesito trabajar para soportar la existencia. Toda mi vida, hasta donde alcanzan mis recuerdos, la he pasado trabajando. Era mi mayor y mi única alegría. Ahora me encuentro sola en el mundo, y advierto un vacío
horrible. No pensar más que en sí misma quita todo atractivo al trabajo. Vamos,
Krogstad, dígame usted para quién y por qué voy a trabajar» Se trabaja para los demás: esto es lo que dice Cristina a su amigo en la obra
de Ibsen. Uno hace como que trabaja para sí mismo, pero se engaña; en realidad,
todo lo que hacemos (lo queramos o no, lo sepamos o no), lo hacemos en favor
de los otros: de esos otros que, gracias a un designio tan incomprensible como
divino, tendrán el mal gusto de sobrevivirnos. Sí, vivir es matarse por estos seres que, para quedarse con el tesoro, no harán más que estirar el brazo. ¿Y cómo podríamos evitar que las cosas sucedan exactamente así, si ésta es la ley de la vida? ¡Cuanto hicimos y ganamos al precio de nuestros sudores, alguien se loquedará, pues no podremos llevárnoslo con nosotros a la tumba! Mi auto, mi reloj, mis libros queridos, el estuche de mis anteojos, la primera edición de Cien años de soledad, el cortaplumas traído sólo para mí desde la Arabia lejana: todo eso, con mi muerte, pasará a otras manos. ¿A qué manos? ¡Eso es lo quisiera yo saber! A las manos de quien reclame el derecho de posesión; a las de quien alegue y demuestre ser mi primo, mi hermano, mi sobrino, ¡qué sé yo! Y este servidor de ustedes, mientras tanto, ya no estará aquí para reclamar, para hacer observaciones, para decir lo que piensa acerca de la repartición de los objetos. ¡A los muertos ya no se les consulta, ni entran en los planes de los vivos! Hay quienes acumulan, acumulan y siguen acumulando sin siquiera detenerse a pensar que lo hacen para los demás. En Nudo de víboras, la gran novela
de François Mauriac (1885-1970), aparece un hombre, Luis, que desde muy joven
se dio a la tarea de atesorar, de guardar con cerrojos y en bancos extranjeros
cuanto la vida le daba. ¡Puesto que no era amado por los suyos, quería por lo menos sentirse respetado! Una vez, mientras ejercía su profesión –era abogado-, emprendió la defensa de un hombre que cometió el error de heredar en vida a sus hijos, quienes, al verse ricos de la noche a la mañana, echaron al viejo de su casa a patadas. Aquel día en que casi comenzaba a ejercer plenamente su carrera,
Luis descubrió dos cosas: que los hijos son unos extraños nacidos de la propia
carne, y que en la vida es necesario tener dinero para hacerse respetar, sobre todo cuando se es viejo, pues «un anciano no existe más que por lo que posee: en
cuanto deja de tener la menor cosa, se le da de lado». A fuerza de acumular, Luis había conseguido hacerse de una fortuna
fabulosa. Pero ahora, en el crepúsculo de su vida, se veía ante el problema de no
saber a quien dejársela. ¿A esos extraños –sus hijos, su mujer- que al imaginar la
cantidad que le tocaría a cada uno ya desde ahora se relamían los labios de
satisfacción? ¡Con qué gusto habría heredado sus posesiones a una institución de
beneficencia por el puro gusto de ver la cara que pondrían estos mequetrefes a la
hora de la lectura del testamento! ¡No dejarles nada! ¡Ah, si tuviera el coraje de hacerlo! Si por él fuera, los
mandaba a todos a paseo. Pero los hombres de la beneficencia, ¿no eran también
ellos unos extraños? ¿Y quién le podría asegurar que su fortuna no se perdería,
por decirlo así, en el camino?, ¿quién que no iba a quedársela para sí uno de esos
funcionarios públicos que andan siempre al acecho para ver a quién despojan?
Estaba acorralado; desde donde abordara el problema, llegaba siempre a la
misma conclusión: vivir es trabajar para los demás; es atesorar para que luego
venga otro y se quede con el tesoro. No hay más remedio: cuanto hemos hecho y conseguido, otro se lo quedará: los libros, los autos, las mesas, los anillos, los relojes, los terrenos, las joyas. ¡Todo! Puesto que no es posible llevárnoslo, a alguien necesariamente se lo hemos de dejar. ¿A quién? ¿A los hijos? ¿Y por qué a ellos, si nunca lo han querido? Luis se resiste, maldice a gritos contra la vida, que impone a los humanos leyes tan inhumanas. ¡Cómo no era un emperador chino para hacerse enterrar con todo lo suyo! ¿Por qué legar su fortuna a unos extraños?, ¿por qué no poder cargar con ella? Extraños, extraños. ¡Todos eran unos extraños! En su vejez, Luis descubría haber desperdiciado la vida. Sí, era menester
reconocerlo: ¡había trabajado para otros! Muy tarde había descubierto que tal es la
condición del hombre... Pero volvamos a Cristina. Ella, a diferencia de Luis, lo sabe, lo ha sabido
siempre: no trabajamos nunca para nosotros mismos. Por eso, ahora que puede
rehacer su vida al lado de Krogstad, el hombre al que amó desde que era muy
joven, se siente feliz; exclama: «¡Qué porvenir! ¡Qué nueva perspectiva! Tengo
por quien trabajar, tengo por quien vivir, tengo un hogar que cuidar. ¡Ah!
¡Empezaré una nueva vida!». Luis se cree a punto de ser despojado; Cristina, en cambio, grita
alborozada por haber encontrado finalmente a alguien por quién trabajar...
¿Quién de los dos conocía mejor el secreto de la existencia? ¿Quién tenía más
posibilidades de ser feliz? A aquél la muerte iba a quitarle todo lo que tenía; ésta
quiere entregarlo todo por su propia mano antes de que llegue la muerte y se lo
quite. Insisto: ¿quién tenía más posibilidades de verle la cara a la felicidad, aunque sólo fuera de perfil? Responda usted, lector. Responda con sinceridad y
humildemente.