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Imagine amable lector que Mikel Arriola, el candidato del PRI al gobierno de la ciudad de México hubiese decidido no presentarse a ningún debate con los demás candidatos y candidatas. El costo político para él habría sido descomunal
22:04 sábado 16 junio, 2018
QUEBRADERO
Imagine amable lector que Mikel Arriola, el candidato del PRI al gobierno de la ciudad de México hubiese decidido no presentarse a ningún debate con los demás candidatos y candidatas. El costo político para él habría sido descomunal. O imagine que algunos de los candidatos presidenciales, por “motivos de agenda”, se hubiese ausentado de alguno de los tres debates convocados por la autoridad electoral, el costo sería tal que su candidatura prácticamente se habría desplomado. Nadie, en su sano juicio, puede dar la espalda a uno de los ejercicios más importantes en el plano de la democracia electoral como lo es el debate. A un debate, se va a ofrecer respuestas a la sociedad. Para eso son los debates, para ofrecer respuestas a un electorado que necesita esas respuestas para poder tomar una decisión razonada sobre la relevante pregunta de ¿por quién voy a votar? El debate en el contexto de una elección es algo que obliga a los actores políticos a tener en cuenta con responsabilidad y compromiso, dado que de ahí resulta información útil para que el elector decida. Resulta pues descabellado, que alguien que es candidato y aspira a conseguir el apoyo de los electores, se niegue a debatir con sus adversarios, sobre todo, cuando el debate lo organiza la autoridad electoral o por otra parte, la sociedad civil a través de sus organizaciones e instituciones. Hace unos días se realizaron dos debates entre candidatos a la presidencia municipal de San Luis Potosí, el primero organizado por la Coparmex y el segundo por el Consejo Estatal Electoral. El candidato del PRD a la alcaldía, Ricardo Gallardo Juárez no se presentó. No aceptó debatir. No quiso debatir. En ambos ejercicios, el lugar destinado a Ricardo Gallardo Juárez estuvo vacío. Se citó su nombre y nadie contestó. La silla destinada para él y su espacio, también vacíos, sin respuestas. La pedantería aderezada con la arrogancia son pueden formar parte del perfil de un político que aspira a obtener el voto de la gente. Un candidato no decide cuando ir o no a un debate, puesto que en estricto sentido se trata de una obligación para con la democracia. Cualquier pretexto para no acudir a un debate sale sobrando y carece de valía. En la agenda del candidato no puede haber nada más importante que encontrarse con sus pares para contrastar ideas, proyectos, propuestas y trayectorias. En una democracia sólida y exigente y con una sociedad bien informada y con responsabilidad cívica, la ausencia en un debate equivale al suicidio. Pero en las democracias débiles y escasamente rigurosas, que un candidato no acuda a debatir no representa gran cosa, pues a punta de billetazos y de propaganda se vende la idea de que el debate es innecesario. Con independencia de su organización y calidad, los dos debates realizados fueron del todo exitosos por distintas razones, fundamentalmente por el hecho de que el desaire de Ricardo Gallardo fue patente y quedo a la vista de todos los capitalinos que van a votar el primero de julio. Pero también porque los candidatos de oposición, Leonel Serrato, Cecilia González y Xavier Nava ofrecieron propuestas de gobierno diferentes entre sí y diferentes con el actual gobierno municipal. De eso se trataba, simplemente de contrastar y de escuchar a los candidatos y de ver sus reacciones antes las ideas y expresiones del otro. No era más que eso, un intercambio político sobre visiones y formas de gobierno para la ciudad. El costo por no asistir al debate para Ricardo Gallardo no se reflejará en las urnas, sino más bien, en la desconfianza ciudadana hacía él puesto que fue a todas luces, una falta de respeto al electorado no presentarse a debatir.