Vínculo copiado
La expresión limpiamente, aquí, no quiere decir «libres de polvo y paja», sino, más exactamente, «sin mancharse un dedo»
00:03 domingo 16 diciembre, 2018
Lecturas en voz altaLa mujer ganaba limpiamente, como se dice, la fabulosa cantidad de cien mil pesos mensuales. Sin embargo, la expresión limpiamente, aquí, no quiere decir «libres de polvo y paja», sino, más exactamente, «sin mancharse un dedo», pues la mujer no hacía para ganárselos absolutamente nada. A veces, es verdad, se la veía en la oficina emprendiendo ágiles caminatas por entre los escritorios de sus subordinados, aunque lo más común es que no se la viera en la oficina de ninguna manera. Una vez fui a buscar a esta mujer porque necesitaba entregarle unos documentos, y he aquí lo que sucedió: -Perdone, estoy buscando a la señora M. –dije amablemente a una joven que debía ser, con toda seguridad, su secretaria. -Ahora mismo se encuentra en una reunión. -¡Otra reunión! Perdóneme el espanto, pero es que ayer me dijo usted lo mismo.
-Sí, es posible que ayer le haya dicho lo mismo. Pero es que la licenciada es una mujer muy ocupada. Casi todos los días tiene reuniones. -Si me dijera usted en qué punto de la ciudad está teniendo lugar esta junta o lo que sea, yo podría ir hasta allá a buscarla. Lo que pasa es que me urge verla.
-No puedo decírselo. Ya me imaginaba yo a qué clase de reunión se refería esta secretaria fea y fiel: a una reunión con su esposo y sus hijos viendo cómodamente en casita alguna serie televisiva. De cualquier manera, no me habían engañado: la señora M se hallaba, efectivamente, en una reunión. -Bueno, volveré mañana –dije en un tono que más parecía amenaza que promesa. Y ella: -Que tenga suerte. ¿Que tenga suerte? ¿Qué significaban estas palabras misteriosas? ¿Suerte de qué, o por qué? Tras devanarme los sesos llegué a la siguiente conclusión: «Lo que esta señorita ha querido decirme es que encontrar a los funcionarios públicos allí donde deben estar es, por lo menos en México, un suceso fortuito, una especie de afortunada casualidad». No sé por qué razón, pero mientras salía de aquella oficina recordé lo que le había pasado a un viejo conocido mío cuando, dos o tres meses atrás, había venido a esta oficina a hacer lo mismo que yo; sólo que él cometió la torpeza de venir a las cuatro de la tarde, hora en la que ya no había nadie ni en el vestíbulo ni en los pasillos. Tenía más de diez minutos tocando el timbre cuando se le apareció un guardia uniformado: -¿Qué se le ofrece? –le preguntó éste. -Vengo a entregar unos papeles que… -¿Es que no ve que ya cerraron? -¡Cómo! ¿Ya cerraron? ¿Quiere usted decir que por las tardes no trabajan?
-No, señor –respondió el vigilante-, no se confunda usted: cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde ya no vienen. ¡Dichosa simplicidad la de este humilde policía! Todo lo que puede decirse en torno a nuestras burocracias ha sido dicho ya por él con seriedad y rigor. Como ya estaba yo muy entrado en estos pensamientos, me vino a la memoria la vez en que la señora M, pronunciando un discurso que no tenía ni pies ni cabeza, afirmó categóricamente que Simone de Beauvoir –a quien citó no una, sino mil veces a lo largo de su perorata- era «el filósofo más conspicuo de nuestro siglo». Prescindiendo de lo que pudiera entender ella por conspicuo, el hecho es que Simone de Beauvoir no fue filósofo, sino filósofa; no él, sino ella; no hombre, sino mujer. Y me pregunté, mientras pateaba una lata de coca cola tirada en la avenida: «¿Cómo llegan a semejantes alturas estos ignorantes?». Pero como caí en la cuenta enseguida de que era ésta una pregunta sin respuesta, me dediqué, para no amargarme la vida, a seguir con ojos atentos la trayectoria de la lata. En 1996, Adolfo Castañón escribió para la revista Vuelta un artículo titulado Algunas ideas para apoyar al libro, y en él decía lo siguiente: «En México, la gente suele leer sólo para estudiar. Tal vez una manera de promover la lectura sería que al menos una parte de la población tuviese que leer durante buena parte de su vida. Me refiero, por ejemplo, a los servidores públicos que acceden a sus puestos, en no pocas ocasiones, por veleidad digital (léase dedazo) o predestinación tribal (léase nepotismo) y no a través de un concurso explícito de oposición… La instauración de dicho concurso traería como consecuencia un aumento del consumo de libros, siempre y cuando dicho servicio se instrumente no sólo con una orientación técnica, sino, más aún, humanista e incluso nacionalista (el grado de ignorancia de la historia y la cultura nacionales entre los llamados servidores públicos puede alimentar no pocas reflexiones). Desde luego, habría que revisar las condiciones requeridas para los cargos de elección popular (diputados, senadores, gobernadores) e instrumentar un examen que comprobara en el candidato un mínimo de conocimientos escolares y de cultura general: por ejemplo, de ortografía, de historia y cultura nacionales. En un país como México es claro que si los servidores públicos se someten a un examen de conciencia escrita ganarían la vida civil y la educación». ¡Yo me uno a esta propuesta! ¡Yo levanto la mano si me preguntan si la acepto! Y mientras me alejo cada vez más de aquella oficina a la que no pienso volver ni mañana ni nunca, me digo que la culpa de tanta indolencia y de tanta apatía y mediocridad como hay entre nuestros jóvenes escolares habría que buscarla en personas como la señora M. Pues si no sabiendo nada y no haciendo nada puede ganar cien mil pesos al mes, ¿para qué perder el tiempo, para qué perder la vida quemándose las pestañas? ¡Respóndame usted!