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La tristeza es un peligro para el monje tanto como para el cristiano de a pie; es un impedimento para la contemplación como lo es también para la acción
01:54 domingo 25 octubre, 2020
Lecturas en voz altaHace muchos, muchos años, un monje piadosísimo llamado Juan Casiano (350-432) se propuso realizar una lista de todos aquellos vicios o pecados que, según la experiencia de los Padres, eran los más peligrosos para la vida espiritual de sus hermanos monjes. Ahora bien, dicha lista, según él, no debía ser demasiado larga, pues nadie, al menos de manera personal, es lo suficientemente fuerte como para luchar contra un ejército; «el que mucho abarca, poco aprieta», dice el refrán popular. La clave estaba, pues, en individuar un número reducido de malas acciones, pero que fueran, por decirlo así, como la causa y el origen de todas las demás. Abofetear a un semejante es sin duda una gran falta, pero nadie abofetea a otro si no es movido por la ira o por la envidia; así pues, es con éstas con las que hay que habérselas y no con nuestra mano. Siguiendo tan lógico razonamiento, nuestro monje concluyó que eran ocho, y no más, los miembros de ese ejército temible que había que combatir y derrotar. Éstos eran la envidia, la soberbia, la avaricia, la gula, la pereza, la lujuria, la ira y la tristeza, pecados que con el tiempo fueron llamados capitales. ¿Por qué capitales? Porque por entonces se hablaba (y hasta se reía) en latín, y caput en esta lengua hoy casi moribunda quiere decir cabeza. En otras palabras, dichos pecados fueron llamados así no porque fueran terribles en sí mismos, sino porque eran cabeza y origen de otros muchos pecados. «Pienso extenderme –escribe en el prefacio de sus Instituciones- sobre el origen y las causas de los vicios capitales –que los Padres cuentan en número de ocho-, y la manera de extirparlos, con arreglo a sus enseñanzas». Así pues, al principio eran ocho. Pero porque el número 7 es un número altamente simbólico (es el resultado de la suma de 3+4, es decir, de los números que simbolizan el cielo y la tierra: el dígito que compendia lo humano y lo divino), se llegó a la conclusión de que Casiano había añadido a su lista un pecado que no era tan capital después de todo: la tristeza. De este modo, el número de los pecados capitales se igualó al de los sacramentos y la tristeza salió a la calle absuelta de toda culpa. (Esto acaeció, según ciertos estudiosos del medioevo entre los cuales hay que citar nada menos que a Jacques Le Goff, alrededor del siglo XII, siglo en el que los cristianos podían ya ser terriblemente tristes sin sentir por ello ningún remordimiento).
En las páginas que siguen –páginas que cierran este humilde libro- propongo que la tristeza vuelva a ser pecado como lo fue durante doce siglos. Hay que culpabilizarla y prohibirla sobre todo hoy, cuando no vemos a nuestro alrededor más que angustia y depresión. Es pecado estar tristes: lo dijo siempre la tradición cristiana y hay que volver a decirlo en el año 2012 para que no se nos olvide.
Y, por lo demás, ¡cómo hace falta que los Papas y los obispos escriban encíclicas y cartas pastorales como aquella que se animó a escribir Pablo VI en 1975 (Gaudete in Domino) para exhortarnos al contento y a la alegría!
«Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús en el curso de su vida terrena –escribió el Papa en dicha exhortación-. Él admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Él exalta de buena gana la alegría del sembrador y la del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor consistencia cuanto que son para Él signos de las alegrías espirituales del reino de Dios… Para el cristiano, como para Jesús, se trata de vivir las alegrías humanas que el Creador pone a su disposición, en acción de gracias al Padre. Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí»…
Sí, Jesús fue alegre, y los que dicen que no rió se equivocan. ¿Cómo que no rió nunca? ¡Que no me vengan a mí con esas cosas! Pero no nos demoremos y refirámonos cuanto antes al hombre triste: éste no se alegra por nada, lo cual es ya bastante peligroso; pues, ¿cómo podría agradecerle a Dios el haberlo traído a la existencia si no ve en ella más que males por todas partes?
«La tristeza es un gusano del corazón –escribe Evagrio Póntico, contemporáneo de Casiano- que se come a la madre que lo ha engendrado... El monje triste no conoce la alegría espiritual, como aquel que tiene una fuerte fiebre no reconoce el sabor de la miel. El monje triste no sabrá cómo mover la mente hacia la contemplación ni brota de él una oración pura: la tristeza es un impedimento para todo bien... La tristeza embrutece la mente dedicada a la contemplación; la luz del sol no llega a los abismos marinos y la visión de la luz no alumbra el corazón entristecido; dulce es para todos los hombres la salida del sol, pero incluso esto desagrada el alma triste».
La tristeza es un peligro para el monje tanto como para el cristiano de a pie; es un impedimento para la contemplación como lo es también para la acción: es un impedimento para todo bien. Por eso se hace necesario, sobre todo hoy, defenderse contra ella con uñas y dientes.
«Si Dios es amor es también humor –escribió una vez, muy acertadamente, a mi ver, Roger Poudrier-, para que tu acto de fe pueda desplegarse en una sonora carcajada para gloria del Padre. Si Dios fuera triste, ¡qué triste Dios!... El que ha creado la risa, ¿no se reirá? Ha llegado pues el momento de reír. Llora tus pecados, pero ríete del pecador que eres. Deshazte en lágrimas por tus miserias, pero que la misericordia de Dios te devuelva la alegría y el alborozo».
Que así sea.