Vínculo copiado
Las cosas volverán a cambiar únicamente al precio de que la mediocridad vuelva a ser castigada como no sé si lo haya sido en otro tiempo
00:04 domingo 3 junio, 2018
Lecturas en voz altaEstará usted de acuerdo conmigo, estimado señor, en que vivimos en la era de las ambiciones resfriadas. La utopía, por decir así, ha cogido en las plazas y en los mercados un vientecillo polar y ahora no hay quien la saque de su cama, donde se repone muy a su gusto. ¿Qué médico la volverá a hacer salir?, ¿qué quiropráctico la hará nuevamente caminar? Dicho con otras palabras, ¿no le parece que vivimos en la era de lo mediocre? Esto, seguramente, no le sonará a novedad, puesto que ya lo habrá pensado usted innumerables veces. Los vehementes, los apasionados apenas tienen cabida en este mundo donde todo ha sido puesto a precio de remate. Me vienen ahora a la memoria las palabras que el Salvaje, ese extraño personaje salido de una de las novelas de Aldous Huxley (1894-1963), dijo de los habitantes ese Mundo feliz que tanto aborrecía: «Todo es aquí demasiado fácil. Nada cuesta aquí nada». Pues bien, esto es exactamente lo que nos ha sucedido también a nosotros: que todo cuesta bien poco. ¿Y no es esto terrible?; quiero decir, ¿no es esto demasiado terrible, estimado señor? Mire usted, desde hace varios años un médico de nuestra ciudad me honra con su confianza… ¡Pero qué digo médico! Más que médico es un mago, pues apenas traspasa uno la puerta de su consultorio y ya sabe él lo que aflige a su paciente. ¡No exagero, le juro que es así como le digo! ¡Ah, este amigo mío tiene un ojo clínico admirable! Para no ir tan lejos, en cierta ocasión… Oh, pero no pienso abrumarlo a usted con anécdotas biográficas que resultan por ahora enteramente inoportunas; en vez de esto, me limitaré a llevar adelante mi digresión. Le estaba hablando, si no recuerdo mal, de este genio. Ahora bien, ¿cree usted que semejante astro ha sido promovido alguna vez a cargos de alguna importancia, o ya por lo menos alentado por sus jefes y superiores? Pues bien, no: sus superiores no lo ven. Para empezar, su jefe supremo es un ingeniero que nada sabe del funcionamiento del intestino delgado y, mucho menos, del apéndice. Sin embargo, su jefe inmediato, que sí es médico y algo sabe de los secretos de la medicina interna, aunque no mucho, tiene demasiados amigos y parientes como para pensar en este pobre veterano del que le hablo. Para decirlo de una vez, la institución a la que ha servido durante años y años apenas repara en él. En cambio a las nulidades -esos juniors que se valen de los apellidos de sus padres, médicos como ellos- los aplaude y hasta los premia enviándolos a especializarse en universidades lejanísimas. Y ahora permítame, estimado señor, decirle lo siguiente, aunque es muy probable que tampoco le suene novedoso: actualmente, un joven no necesita ya quemarse las pestañas –como se dice-, ni las neuronas, para ocupar después de graduado un puesto de honor, pues lo tendrá seguramente si es bello o bella y además sabe halagar a sus superiores. Estos afortunados no necesitan leer, esforzarse o repasar en casa las lecciones, sino simple y sencillamente sonreír: sus dientes blancos y perfectamente alineados les conseguirán lo que a otros les será negado a pesar de sus noches sin sueño y de sus eruditos desvelos. «Crisis de las instituciones»: seguramente habrá escuchado usted esta expresión. Con ella se quiere decir que ya no se cree –o que se cree, en todo caso, cada vez menos- en esas instancias que antes conferían sentido a la vida de los individuos. La Iglesia, por ejemplo, es una institución, como lo son asimismo el Estado, la Judicatura y la Universidad. Y para explicar esta crisis se habla casi siempre de «la conciencia autónoma del hombre moderno», de «la muerte del padre» y de cosas así de increíbles. ¡Pamplinas! ¿Sabe usted dónde está la causa profunda y originaria de tal crisis? En la mediocridad, señor; en el hecho de que los medianos son promovidos –por su fidelidad, por sus dotes de alabanza al jefe-, mientras que los buenos, los competentes, los mejores son dejados a un lado debido a su poca habilidad para el elogio y su escasa destreza para menear el abanico. Se promueve al compadre, al vecino, al amigo o al hijo del amigo, al sobrino, al pariente lejano, pero no al experto, ni al erudito, ni al conocedor. Hace poco, por ejemplo –profesor-, en la oficina en la que trabajo fue nombrado superior un individuo que ni siquiera se sabía las fechas obligadas de nuestra historia nacional: para espantarlo a usted, confundía el año de la Revolución con el de la Independencia. ¡Y en esas condiciones debía gobernar a gente que había escrito libros de cierta repercusión en el celoso y cerrado mundo académico! ¿Se sorprende usted? ¡Pero si la cosa está más clara que el agua! Mientras que éstos, encerrados en sus cubículos, dejaban los ojos tratando de desenmarañar viejas caligrafías, aquél salía a ver el mundo y de paso se daba a conocer. Fruto de ese conocimiento –y recompensa, y galardón- es el puesto bastante envidiable que ahora ocupa. He aquí, estimado señor, un consejo maquiavélico: si es usted responsable de algo y quiere que su cuadrilla de trabajo se desmoralice, promueva usted a los peores: verá entonces cómo lindamente todo va a dar al precipicio. Por lo demás, está científicamente comprobado: «El hecho de tener una educación mayor que la requerida por nuestro trabajo es una de las causas principales de la insatisfacción con el empleo cuando las posibilidades de ascenso son escasas». ¿Sabe quién ha dicho esto? Uno de los más reconocidos psicólogos sociales, el norteamericano Orrin E. Klapp. Visto desde esta perspectiva, no es que en realidad nuestros jóvenes no quieran estudiar: es que han visto llegar a la cima a verdaderos patanes, y se preguntan: «¿De qué vale el esfuerzo?». Y, siendo sinceros, habría que responderles: «Para nada, hijo; en realidad el esfuerzo no sirve para nada». Las cosas volverán a cambiar únicamente al precio de que la mediocridad vuelva a ser castigada como no sé si lo haya sido en otro tiempo. Pero no seguiré abrumándolo con mis agrias consideraciones. Veo que ha echado un vistazo a su reloj, lo que significa que me debo callar ya.