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Termino de leer Alondra, la novela del escritor húngaro Dezsö Kosztolányi (1885-1936) y se me quitan las ganas de dormir
00:03 domingo 28 enero, 2024
Lecturas en voz altaTermino de leer Alondra, la novela del escritor húngaro Dezsö Kosztolányi (1885-1936) y se me quitan las ganas de dormir. ¡Qué historia más triste, Dios mío! Una vez, una jovencita más bien fea, hija única de un matrimonio que no pudo concebir sino hasta bien entrado en la vejez, anuncia a sus padres que ha decidido pasar una semana entera en la granja de su tío Béla, es decir, en un lugar muy lejano y apartado. Para darnos una idea de cómo era esta la muchacha, he aquí lo que nos dice de ella el propio Kosztolányi: «Se trataba de un rostro grueso y flaco a la vez, con una nariz carnosa, de orificios tan grandes que semejaban ollares, con unas cejas severas y hombrunas y unos ojos pequeños y acuosos». Su padre, aunque no entendía nada de mujeres, «tenía la certeza de que su hija era fea. Y no solamente fea, sino que tenía el aspecto de una solterona ya vieja y marchita». Pero era su hija y la amaba. Ahora bien, si hemos hecho desde el principio esta aclaración es para que el lector adivine el carácter de nuestra heroína: un carácter agrio, caprichoso y hasta cierto punto despótico. Pero prosigamos con nuestra historia. Cuando Alondra decide que hará ese viaje -un poco para castigar a sus padres, claro está-, éstos la ven partir con lágrimas en los ojos. ¡Nunca su hija los había dejado, y menos durante tanto tiempo! ¡Qué triste iba a serles la vida sin ella! Al verla subir al tren, estrujaron sus pañuelos en signo evidente de desesperación. ¡Una semana! «¿Cuándo acabará?», se preguntaba la madre. «Ojalá pase pronto», gemía el padre. Y ambos volvieron a estrujar sus pañuelos, pero ahora con mucha más fuerza que la primera vez. Cuando la mano de Alondra se pierde en la lejanía diciendo adiós, sus padres se quedan en la estación de trenes sin ganas de nada, ni siquiera de regresar a casa, donde no podrían vez durante siete largos días a la única flor de su lánguido jardín. -Comamos en una fonda –dice la madre, que nunca se habría atrevido a decir nada semejante-. Hoy no tengo ganas de cocinar. Comieron en una fonda, silenciosos y tristes. Nada los alegraba. Pero la comida de la fonda no era mala y hasta casi podría decirse que les gustó. -No nos quedaremos en casa esta noche –dijo el padre, que tampoco había dicho nunca nada semejante-. Vayamos, por ejemplo, al teatro. Y fueron al teatro. Pero la representación no era mala y hasta casi se podría decir que la disfrutaron. Al día siguiente, los ancianos volvieron a comer fuera de casa; y, por la noche, hasta asistieron a un baile, pues no querían que la tristeza los devorara. Y el baile, por supuesto, acabó gustándoles. ¿Cuánto hacía que los Vajkay no bailaban juntos, ni reían, ni cantaban? ¿Diez años, veinte, treinta? Ni siquiera eran capaces de aventurar una cifra: ¡tan lejano era el tiempo en que salían juntos y danzaban hasta el amanecer! ¿Y qué creen ustedes? Durante estos siete días, todo fue para ellos salir, pasear, bailar y comer como ya no solían hacerlo: opíparamente y sin preocupación alguna. ¡De lo que se habían perdido durante todo este tiempo, y todo por Alondra, esa joven amargada que les había robado el gusto de vivir! Al final de la novela, los ancianos no quieren que Alondra regrese. ¡Viven tan bien sin ella! «¿Por qué diablos su ausencia no se prolonga más?», se dicen el uno al otro en voz baja para que nadie los oiga. Es más, una noche, hasta sostienen el siguiente diálogo:
«Él: No quiero dormir. Lo que quiero es hablar de una vez por todas.
»Ella: Habla, pues.
»Él: Mañana regresa… Nosotros no la queremos.
»Ella: ¿Que nosotros qué?
ȃl: Que no la queremos.
»Ella: (Silencio)…
»Él: Es la verdad. La detestamos. La odiamos. Preferiríamos que ella no estuviese, como ahora. Tampoco importaría si en este mismo instante mu… -Iba a decir muriera, pero le dio miedo continuar-. -¿Tú no crees que sería mejor? Sobre todo por ella, pobrecita, pero también por nosotros. ¿Sabes lo que ha sufrido? Sólo yo lo sé, yo y mi corazón de padre. La gente dice tantas cosas a sus espaldas; la desprecian, se ríen de ella.
»-¿Por qué? »-Porque es fea».
Mientras decía todas estas cosas, el señor Vajkay se desvestía lentamente; y muchas otras cosas dijo en tono cada vez más suave hasta que por último se quedó dormido, pues estaba ebrio. ¡Y pensar que Alondra creía que, con su ausencia, sus padres se morirían de la pena! Pues bien, nada de eso sucedió: ellos, sin ella, se lo pasaron bien, se lo pasaron mejor. Y he aquí el mensaje oculto que Kosztolányi nos transmite a través de esta historia: sin nosotros no pasa nada, el mundo no se acaba y hasta es posible que los que nos aman vuelvan a respirar sin nosotros a pleno pulmón, ahora sí totalmente liberados de la carga que nuestro amor les imponía. ¿No es esto demasiado triste? Sí y no. Sí, si lo consideramos desde una perspectiva puramente humana. Pero no, si logramos captar lo que significan estas palabras de San Agustín: «Porque nos hiciste, Señor, para ti»… (Confesiones 1,1,1). En nuestra más profunda realidad somos de Dios y de nadie más. Fuimos hechos para Él, y esto significa que no pertenecemos a nadie más. Si se quiere verlo así, estamos como prestados los unos a los otros; acaso para toda la vida, pero sólo prestados. Dios nos presta a los demás en el matrimonio y en la amistad, pero seguimos siendo suyos. Puesto que los demás pueden vivir sin nosotros, no somos de su propiedad. Dios, en cambio, no quiso un mundo sin nosotros, y por eso nos creó. El día en que comprendamos esto, ya no nos sorprenderá no ser amados en la medida en que quisiéramos; y ya no nos causará ningún mal, tampoco, considerar ya desde ahora que, sin nosotros, nuestros seres queridos no lo pasarán tan mal.