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¿Sabía usted que absurdus viene de surdus, es decir, que absurdo viene de sordo?
00:04 domingo 21 mayo, 2023
Lecturas en voz alta¿Sabía usted que absurdus viene de surdus, es decir, que absurdo viene de sordo? Pues bien, sí, así es, y la cosa se explica fácilmente. En los tiempos en que prevalecía la oralidad, cuando todos los conocimientos le llegaban a los hombres a través del oído (hoy le llegan por el ojo, gracias a las imágenes), estar sordo era lo peor que podía pasarles en la vida. Éstos, entonces, se veían privados de todos los bienes que pudiera dispensarles su cultura particular: por ejemplo, no podían escuchar las leyendas y los proverbios de su pueblo, ni seguir el tam-tam de las celebraciones religiosas, ni danzar en las fiestas rituales al ritmo en que lo hacían todos a su alrededor: en una palabra, su vida, al estar sorda, era absurda. Muchos siglos más tarde, con la moda del existencialismo, la palabra absurdo se hizo de uso común y adquirió múltiples significaciones: pasó a designar, por ejemplo, cosas tan terribles como éstas: vacío de la vida, futilidad de la existencia, insustancialidad del ser y muchas otras cosas por el estilo, perdiendo así su significado original, que convenía, en la práctica, únicamente a los sordos. Absurdus viene de surdus: conviene no olvidarlo. Porque hay, además de la puramente física, una sordera espiritual, un confinamiento en uno mismo que no puede acarrear a la larga sino fatales consecuencias. Hay, en efecto, hombres espiritualmente sordos: gente que no se interesa por los demás, que no escucha ni quiere aprender a hacerlo, y a la que cuanto sucede a su alrededor le importa menos que un comino. Esos merecen toda nuestra compasión porque están enfermos. Pero sigamos adelante y posemos nuestra atención en otro par de palabras. ¿Sabía usted, o por lo menos lo sospechaba, que salud y saludo tienen la misma raíz? Pensemos en todo lo que esto puede significar. ¿Quiere decir que saludar y ser saludados son acciones saludables, es decir, portadoras de salud? Sí, porque todo saludo nos saca de nuestra soledad y nos pone en relación con otro, rompiendo así el hechizo que hacía que nos contempláramos sólo a nosotros mismos. ¡Cuántas veces, mientras caminábamos distraídos, una voz amiga, al saludarnos, nos sacó de nuestro ensimismamiento y nos devolvió a la vida verdadera! Tratemos de imaginar lo que sería un mundo sin saludos: ¿no sería demasiado triste, seco y lamentable? Sin embargo, conviene ahora decir que no todos los saludos que se ven por ahí son sanadores, ni mucho menos. Aquél, por ejemplo, dice corriendo a uno de sus amigos:
-¿Qué tal te va? Pero no espera la respuesta, y prosigue su carrera como si tal cosa. Aquel otro levanta el brazo y grita en tono apresurado:
-Hasta luego, amigos.
Pero con una indiferencia tal que más parece haberlo hecho por obligación que por verdadero interés hacia sus hermanos o prójimos. Éstos no han saludado realmente: a lo mucho han ejecutado un mero rito, una de esas fórmulas que los hombres hemos inventado para hacer menos dolorosa y accidentada nuestra vida en sociedad. Pero saludar, saludar de veras, es otra cosa: implica detenerse, dedicar una mirada y una sonrisa, acaso incluso palmear un hombro; pero, sobre todo, hacer obsequio de un tiempo que es tanto más valioso cuanto más escaso es. Cuando saludo a alguien, lo honro. Saludarlo es honrarlo y hacerlo digno de mi atención. Y, cuando soy saludado, me siento vivo: sólo entonces empiezo a existir. Lo difícil de la vida en la ciudad, lo patológico de la vida en las grandes urbes, es que en ellas nadie conoce a nadie y los saludos escasean. ¡Y cómo se complican las cosas, por lo demás, cuando la ciudad en que vivimos no es la nuestra! ¡Qué prueba para el espíritu, qué tribulación para la salud ir todos los días por las calles como una lata de aluminio que el viento se lleva y en la que nadie repara! «Ser extranjero –decía Albert Camus (1913-1960) en uno de sus Carnets- es vivir en una gran ciudad en la que ningún corazón late por ti» «Nunca me he sentido más solo –confesó a su vez el teólogo protestante Paul Tillich (1886-1965)- como en aquellos precisos momentos en que estaba rodeado de una inmensa multitud; pero de pronto comprendí mi aislamiento esencial, y entonces guardé silencio y me retiré del grupo, a fin de estar a solas con mi soledad, de modo que mi condición externa correspondiera lo más fielmente posible a mi condición interior» (El eterno presente). Dios, en la Biblia, pide tratar bien a los extranjeros. ¿Por qué, si casi no sabemos nada de ellos? Por la sencilla razón de que están solos; porque apenas son saludados y están casi siempre a punto de un colapso emocional. En La comedia humana, la hermosa novela de William Saroyan (1908-1981), el escritor estadounidense, hay una escena en la que el pequeño Ulises Macauley saluda a un negro que, trepado en el vagón de un tren, le dice adiós mientras se aleja a toda prisa cantando canciones de su tierra. Y apunta el novelista: «Ésta era una de las cosas más maravillosas que le habían sucedido nunca a Ulises Macauley durante sus cuatro años de estancia en la Tierra. Saludó a un hombre y el hombre le devolvió el saludo a él, no una vez, sino muchas veces. Se acordaría de esto mientras viviese». Cuando uno saluda y es correspondido con la misma efusión, ¡qué bienestar experimentamos! Nos sentimos en armonía con Dios, con el universo, con los demás, con la vida. Muchos buscan hoy la salud en los gimnasios y en los parques, en los saunas y en los restaurantes vegetarianos. Hay que buscarla también en el arte del saludo. Acaso allí esté más que en ninguna otra parte. Lo dice la etimología (salud, saludo), lo dicen las palabras, que rara vez se equivocan.