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En más de las veces, la naturaleza del conflicto es decidir quién tiene la razón, pues cada parte confrontada estima que el sentido de la ley le respalda
00:02 miércoles 14 mayo, 2025
ColaboradoresDesde las primeras discusiones dogmáticas sobre la división del poder y el papel que tendrían las tres ramas del gobierno, se había dejado en claro que los jueces y tribunales resolverían las cuestiones litigiosas derivadas de la aplicación de las leyes. En una explicación bastante simplista del reparto de competencias -que es lo que presupone la distribución del poder público para evitar la concentración del mismo en una sola persona o corporación- se comprende desde hace siglos que: hay un poder para crear normas generales -o sea, las leyes-, existe otro poder para administrar los asuntos de gobierno y sociedad mediante la aplicación no contenciosa de esas leyes y, finalmente, ante el conflicto se requiere de otro poder que dará paz social mediante la solución de controversias con base en esas mismas leyes. En más de las veces, la naturaleza del conflicto es decidir quién tiene la razón, pues cada parte confrontada estima que el sentido de la ley le respalda. Para esa decisión los poderes judiciales deben interpretar porque es la misma ley para todas las partes en conflicto. Es decir, que interpretar es consustancial a la labor jurisdiccional. Estimar lo contrario es llegar a absurdos históricos -como el de las primeras Constituciones derivadas de la mismísima revolución francesa- de declarar que los jueces sólo serían la boca de la ley. Restringir el papel de las personas juzgadoras a la aplicación mecánica de la ley, además de que es imposible por naturaleza, es crear una estructura de autómatas con decisiones irreflexivas. Más allá del tecnicismo de la jurisdicción hay un trasfondo que da estabilidad y paz a las naciones, y eso es la justicia. Impartir justicia supera por mucho la aplicación automatizada de la ley. Para quienes les preocupa que los jueces se tomen atribuciones que no les corresponden, la interpretación no crea Derecho -como sí lo hace el Poder Legislativo, puesto que ese es su papel tradicional-. La interpretación es la base para decidir los conflictos y litigios de los integrantes de la sociedad, es una forma de adecuación del sentido y alcance de una ley preexistente. Más de uno pensábamos que el tema estaba más que zanjado. Sin embargo, el resquemor hacia la labor jurisdiccional siempre existirá y no es de sorprenderse que en pleno siglo XXI se mutile o despoje a los poderes judiciales de la función más elemental de su naturaleza. La tan mencionada reforma judicial de México, defendida falazmente con el argumento de la democracia, tiene un garbanzo de a libra que formará parte de la crítica más acre durante muchos años: el Artículo Décimo Primero Transitorio del decreto de la reforma. “Para la interpretación y aplicación de este Decreto… toda autoridad jurisdiccional deberá atenerse a su literalidad y no habrá lugar a interpretaciones análogas o extensivas que pretendan inaplicar, suspender, modificar o hacer nugatorios sus términos o su vigencia, ya sea de manera total o parcial”. Lo anterior podría ser calificado como una muestra de la hechura de un régimen autoritario, temeroso de la independencia del Poder Judicial y de los pesos y contrapesos necesario para la vigencia real de una verdadera democracia. POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN