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Debemos darles a ellos las herramientas para poder forjar su propia brega y sea mejor que la nuestra
00:01 miércoles 24 diciembre, 2025
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Se acercan las festividades decembrinas: la mezcla de tradiciones añejas, religiosas, regionales y modernas son el entrelazado del tejido que las viste anualmente de diversas formas. Los países agregan sus propias peculiaridades culturales o inclusive ideológicas, algunas perduran y otras quedan como excéntricas anécdotas. Por ejemplo, en el año de 1930, cuando a impulso del presidente de nuestro país, Pascual Ortiz Rubio, los niños esperaban recibir regalos del mítico Quetzalcóatl a la sombra de una pirámide.
Fuera del misticismo indígena propio de Quetzalcóatl, se buscaba emplear su iconografía para sustituir a las figuras de Santa Claus y los Reyes Magos. Se quería que las infancias patrias voltearan a esta imagen “más mexicana” y “laica” para contrarrestar la influencia de las otras figuras decembrinas. La medida fracasó y, a la fecha, solo queda el uso polisémico de la imagen de Quetzalcóatl como la figura ritualista principal para envestir a altos funcionarios judiciales, en contraposición al exclusivo juramento a la Constitución [pero esa es otra historia].
Volviendo a costumbres e infancias decembrinas, que son las principales que gozan con emoción y añoranza estas festividades, es que deberían verse con especial cuidado y protección a los niños. Más allá de los divertimentos lúdicos propios de estos momentos, los regalos, la empatía generalizada, quizás debería ser momento de pensar que, al fin de cuentas, las fiestas decembrinas son los festejos para las infancias.
Si vamos a celebrarlas, parafraseando el libro de Santiago Ramírez, hoy debemos tener en cuenta más que nunca: infancia es destino. Debemos darles a ellos las herramientas para poder forjar su propia brega y sea mejor que la nuestra. Y así de toda esta plétora de costumbres pululando en los diciembres del mundo, hay una que siempre me ha llamado la atención: regalar libros.
Las severas restricciones económicas de la Segunda Guerra Mundial y el exceso del papel importado fueron los ingredientes que permitieron a Islandia, la cocción de una peculiar forma de celebrar las festividades decembrinas, a la que llamaron: “Jólabókaflód” [“inundación de libros”].
En el mes de noviembre se reparten boletines gratuitos con las novedades editoriales, para que el 24 de diciembre los libros sean entregados y se pase la noche leyendo en familia, con amigos y seres queridos. Compartiendo historias, regalando sueños, tejiendo conocimientos por medio de libros de todas las formas, digitales y análogos, clásicos y modernos.
Con los libros en el centro de los festejos, se celebra -al margen de sus propias creencias-, el “leer” como un regalo trascendente y un tesoro único para las infancias. Recordemos lo que dijo en su momento Stefan Zweig: “[…] ¿cómo podría aprender y mejorarse sino por los libros? En todos los campos, y no solo en nuestra propia vida, el libro es el alfa y la omega de todo saber y el principio de toda ciencia. Y en cuanto más íntimo contacto se tiene con el libro, tanto más profundamente se vive la totalidad de la vida”.
Sin hacer apología de extranjerismos, pero sí de los libros, ponerlos en el centro de las festividades, es pensar en un mejor destino para las infancias, en darle las llaves de acceso al mundo que tendrán que enfrentar con mejores armas intelectuales y conocimientos -es parafraseando a Zweig-, rescatar a “[…] [los libros] donde están aguardando y en silencio”.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación