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Si Francia no logra reinventar su contrato político, el vacío lo ocuparán los extremos. Y cuando Francia se descompone, Europa tiembla
00:10 viernes 10 octubre, 2025
ColaboradoresCon la renuncia del primer ministro francés, Sébastien Lecornu, el tercero en menos de un año, la crisis política que atraviesa Francia ha dejado de ser un asunto doméstico. En cuestión de meses, el país que durante décadas se presentó como el pilar del proyecto europeo se ha convertido en un foco de inestabilidad que inquieta a Bruselas, Berlín y hasta a Washington. El colapso del gobierno centrista de Emmanuel Macron, la fragmentación del Parlamento y el avance simultáneo de la extrema derecha y de la izquierda radical dibujan un escenario que pone en entredicho no sólo la gobernabilidad de Francia, sino la propia capacidad de la Unión Europea para resistir una nueva oleada de crisis internas.
Desde las elecciones legislativas anticipadas, Francia vive una parálisis institucional inédita. Ningún bloque -ni el de Macron, ni el del Nuevo Frente Popular, ni el de Marine Le Pen- ha logrado construir una mayoría estable. El presidente, acorralado por su propio agotamiento político, ha intentado gobernar mediante decretos y alianzas coyunturales, pero la legitimidad de su proyecto reformista se ha evaporado. Su insistencia en medidas impopulares -como la reforma de las pensiones o el endurecimiento de la política migratoria- ha terminado por erosionar la base social que lo llevó al poder como la gran alternativa al populismo.
Mientras tanto, el ascenso del Reagrupamiento Nacional de Le Pen ha dejado de ser un fenómeno marginal. Ya no se trata de un voto de protesta: amplios sectores de la clase media, e incluso parte del electorado joven, se sienten representados por un discurso nacionalista que promete orden, protección y soberanía frente a lo que perciben como una Europa tecnocrática e indiferente. En paralelo, la izquierda de Jean-Luc Mélenchon ha radicalizado su postura, negándose a pactar con el centro y contribuyendo así a la ingobernabilidad.
El resultado es un país fracturado, donde la protesta social -esa vieja constante francesa- se mezcla con un profundo desencanto institucional. Francia corre el riesgo de entrar en una espiral de bloqueo similar a la que hundió a la IV República antes de 1958: gobiernos débiles, decisiones aplazadas, un Ejecutivo sin mayoría y un Parlamento que refleja más la rabia que la voluntad de construir.
Las consecuencias trascienden sus fronteras. Una Francia debilitada significa una Europa sin liderazgo político. Berlín se encuentra atrapado en sus propios dilemas económicos, e Italia navega entre el oportunismo de Giorgia Meloni y su ambición por convertirse en interlocutora privilegiada de Washington. Sin París como contrapeso, el eje europeo pierde cohesión y autoridad moral. Además, la crisis francesa alimenta a las fuerzas euroescépticas en todo el continente: si el corazón político de Europa se tambalea, ¿qué mensaje se envía a los países del Este, donde el autoritarismo y el nacionalismo avanzan con paso firme?
Francia, que durante décadas encarnó el ideal republicano y el espíritu europeo, se enfrenta hoy a un dilema existencial. O consigue reconstruir un consenso democrático que combine justicia social y responsabilidad económica, o se resigna a una deriva populista que podría arrastrar a toda la Unión Europea hacia una nueva etapa de fragmentación.
El problema no es sólo la crisis de un gobierno: es la crisis de un modelo. El “centro reformista” de Macron, sostenido por la promesa de modernizar sin romper, ya no logra contener las tensiones entre un capitalismo globalizado y unas sociedades exhaustas por la desigualdad. Si Francia no logra reinventar su contrato político, el vacío lo ocuparán los extremos. Y cuando Francia se descompone, Europa tiembla.
POR JAVIER GARCÍA BEJOS
COLABORADOR
@JGARCIABEJOS