Vínculo copiado
La diferencia entre una casa y una prisión está en la puerta
07:38 domingo 2 enero, 2022
Lecturas en voz altaLa diferencia entre una casa y una prisión está en la puerta. La puerta de una casa se abre siempre hacia fuera; la de la prisión, hacia dentro. Para abrir la primera es necesario ser libre; para abrir la segunda hace falta el carcelero. ¡Qué espectáculo más bello es ver a alguien abriendo la puerta de su casa para salir a la calle! La mirada se le pierde en los lejanos horizontes, sus piernas se disponen a emprender una larga caminata y sus manos buscan a tientas en en el bolsillo del pantalón o del abrigo un racimo de llaves... ¡Las llaves! Este rápido registro que quiere comprobar que las llaves vengan con uno es más elocuente que cualquier discurso. Sin pronunciar frases altisonantes, con el solo hecho de llevarse la mano silenciosamente hacia el fondo de su bolsa –si es varón-, o de su bolso –si es mujer: vaya juegos a que juegan las palabras-, la persona que sale a la calle dice: -¡Mírenme todos, soy libre! Mi casa no es en modo alguno una prisión. Tengo aquí, conmigo, una llave para cada cerradura. Los esclavos no cargan llaves. Éstas las trae siempre su señor, cuidadoso de que nadie se las esconda o se las robe. Es así que soy libre: mi llavero, como ven ustedes, lo demuestra. Tenía razón Bernardo Atxaga, el novelista vasco, cuando dijo en Esos cielos, una de sus novelas más intensas y bellas, que «la llave de la casa es el objeto por excelencia, el más característico de los seres libres». ¡Cómo no va a serlo! De un profesor mío que cargaba ostentosamente un espeso racimo de llaves y que lo hacía sonar en clase con el mismo orgullo con que lo cargaba, pensé yo, cuando era niño, que se trataba, sin duda, de un hombre importante; lo veía detenidamente a la cara, oía el tintinear de aquellos objetos magníficos -en todas sus formas y tamaños- y pensaba: «¡Qué instrumentos maravillosos! ¡Y cuántas puertas puede abrir este señor!». Para el niño que entonces era yo, tener derecho a abrir una puerta era un claro signo de poder. Al escribir este párrafo descubro que ya desde entonces la obsesión me perseguía: las puertas, ¿son para estar abiertas o para permanecer cerradas? Pues muchos años después –fruto, sin duda, de esta vieja preocupación- escribí e incluso publiqué una obra de teatro titulada Las caras de la luna, en la que me propuse atisbar en la vida de diez seres que por diversas razones (cada uno por la suya), a pesar de escuchar las insistentes llamadas del exterior, se negaron a abrir la puerta de su casa. El resultado fue un elenco de hombres y mujeres al borde de la locura. Si no hubiese nacido yo demasiado tarde, Las caras de la luna bien podría haber sido catalogada como una humilde muestra del teatro del absurdo. Sin embargo, en 1945 Jean Paul Sartre (1905-1980), el célebre filósofo francés, había escrito ya –acaso obsesionado por el mismo asunto- A puerta cerrada, una obra cuyo título produce ya una cierta sensación de asfixia; en ella aparecen dos mujeres y un hombre provenientes del bajo mundo parisino a los que les han sido cortados los párpados y que no pueden cerrar los ojos a ninguna hora del día o de la noche; por si esto fuera poco, la habitación en la que se encuentran en calidad de prisioneros está siempre con la luz encendida: al amanecer, en la madrugada, a toda hora se observan unos a otros, y nadie puede escapar del rigor de sus recíprocas miradas. Es en ese recinto iluminado donde uno de los personajes pronuncia la frase más citada y repetida del siglo XX: «El infierno son los otros», frase que no podía ser dicha más que en el interior de una celda asfixiante. Vivir a puerta cerrada y a merced de la implacable mirada ajena es sufrir ya desde ahora los tormentos del infierno. ¿Las puertas son para cerrarse o para abrirse? Ante todo, para abrirse. «Admirad –pide Georges Chevrot (1879-1958) en una meditación navideña- las enseñanzas que el Hijo de Dios nos da esta noche. ¿Podríais en realidad imaginároslo en una casa bien protegida por una puerta que le hubiera librado de la curiosidad de los transeúntes? Imposible imaginarlo así. Puesto que viene a salvar a toda la humanidad, es preciso que todos los hombres tengan libre acceso a él, sin tener necesidad de llamar o de esperar. La cueva de Belén no tiene puertas, se halla abierta a todo el mundo. El Hijo de Dios pertenece a toda la humanidad. Por eso quiso nacer, como decimos, bajo las estrellas» (El evangelio al aire libre). Los judíos, durante la cena de Pascua, dejan siempre la puerta abierta. Es parte del rito ancestral. Entonces el miembro más pequeño de la familia pregunta al padre:
«-¿Por qué hoy has dejado la puerta abierta?».
Y el padre le responde:
«-Porque si el Mesías viene esta noche y ve la luz de nuestra casa, entrará, y así tendremos la fortuna de haber hospedado al Mesías.
»-¿Y si este año el Mesías no viene? –vuelve a preguntar el niño.
»-En la calle habrá siempre algún pobre; si ve nuestra puerta cerrada, no se atreverá a llamar; pero si la ve abierta y escucha nuestros cantos, entrará y así él también podrá alegrarse esta noche». Abrir la puerta. Para los cristianos, todo depende de este humilde gesto. Sin él no hay alegría ni salvación. Un cristiano no tiene derecho a vivir a puerta cerrada (como hacían los apóstoles después de la Resurrección y antes de Pentecostés), a mente cerrada, a corazón cerrado. «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis 3, 20). Desde que fueron dichas estas palabras, quien llama a nuestra puerta es casi siempre Jesús, que viene a nosotros en la persona de un desconocido, en la alegría de un amigo no visto durante años o en la tristeza de un ser que necesita un poco de compañía. Sí, todo está en abrir la puerta. Porque Dios, cuando venga, no va a dinamitarla para poder entrar. Eso no va con él, ni tampoco es su estilo. El Buen Pastor –como él mismo nos lo dijo- no entra sino por la puerta…