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Los ángeles no siempre llevan alas, en el Antiguo Testamento, por ejemplo, casi nunca las llevaban
00:03 domingo 30 junio, 2024
Colaboradores-Sí –trataba de explicar al niño que estaba sentado frente a mí-, lo que dices es verdad. Pero debes comprender que los ángeles no siempre llevan alas. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, casi nunca las llevaban, o si las llevaban no estaban dispuestos a mostrarlas por ningún motivo. Y le leí aquel pasaje en el que Abraham, el patriarca, saluda a unos viajeros que al final acaban siendo ángeles. ¿Dónde dice que aquellos señores tuvieran alas? Y si las tenían, ¡cómo se cuidaban de no andar por ahí revoloteándolas! -Pero yo, en los cuadros –siguió diciendo el niño, a quien no acababa de convencer la simpleza de mi explicación-, siempre he visto que los ángeles llevan alas. ¿Por qué trata usted de quitárselas? -¿Son muy importantes para ti esas alas? –le pregunté adoptando una postura la mar de seria. Pero no. Yo no trataba de quitárselas. Quería hacerle ver únicamente que los ángeles, por entonces (quiero decir, en los tiempos del Antiguo Testamento), en casi nada se distinguían del común de los mortales; que, aunque eran criaturas venidas del cielo, eran bastante parecidos a él o a mí. Con esto quería hacerle entender que había que andar con cuidado en la tierra, no fuera a suceder que, sin darnos cuenta, al tratar mal a un semejante acabáramos maltratando a un enviado de Dios. Pero el chico parecía no darse cuenta de qué iba la cosa y seguía defendiendo la causa de las alas. -Tobías –proseguí explicándole- nunca supo, sino hasta el final, que aquel joven bien parecido que lo acompañó durante todo el camino hasta la casa de su pariente, era en realidad un ángel del Señor. De haber tenido alas, ¿tú crees que Tobías no lo hubiera notado enseguida?, ¿tú crees que no se hubiera dado cuenta desde el principio? Con estos ejemplos y muchos otros del mismo jaez creo que conseguí finalmente convencer a mi pequeño interlocutor de que no siempre a los ángeles se les ven las alas. Pero ahora que leo una melancólica novela de Douglas Coupland, el escritor canadiense, me doy cuenta de que cometí con él un gran error. Sólo hasta ahora, gracias a este relato lleno de tristeza, he podido descubrir lo que estaba en juego con aquellas dichosas alas. Una vez, según cuenta Coupland en La vida después de Dios (así se titula esta extraña la novela), un joven se queda mirando largo rato a través de la ventana, y lo que ve son aves y más aves. ¡Qué maravilla! ¡Todo un concierto de graznidos! ¡Y pensar que nunca se había detenido a contemplar ni siquiera un vuelo de palomas! “Y me alegró realizar esta actividad –confiesa-, porque hay algo en los animales que nos aparta de nosotros mismos, que nos aparta del tiempo y nos permite olvidar nuestras propias vidas”. ¡Qué a gusto se sentía escuchando aquel rumor de sus alas! Y como su mamá pasaba en esos momentos por ahí, le preguntó qué pensaba acerca del placer que los hombres experimentan al contemplar el vuelo de los pájaros. He aquí lo que le respondió la madre: “A la gente le interesan los pájaros siempre que hagan gala de una conducta humana –avaricia, estupidez y enfado-, pues con eso nos libran de la singular tristeza de ser humanos”. “Ella cree –comentará después el muchacho, desilusionado- que los hombres están hartos de ser los únicos responsables de la maldad del mundo”. No, aquella respuesta no convenció a nuestro joven. ¿Y si las cosas no fueran precisamente así? ¿Y si a la gente le gustara el vuelo de las aves por otros motivos? Entonces expresó en voz alta su propia teoría: “Nos gustan los pájaros porque nos demuestran que hay un estado de la existencia más delicado y más sencillo que debemos esforzarnos en alcanzar”. Estoy de acuerdo con él. Según los bestiarios medievales, cada especie animal fue creada por Dios para enseñar algo a los humanos. Así, el cerdo, por ejemplo, nos enseñaría que es preciso mirar el suelo, y las águilas a volar alto en el cielo. ¿Cuándo ha visto un cerdo el firmamento?, ¿cuándo ha contemplado las caras de la luna? Nunca. Él sólo ve la tierra; pues bien, al crearlo, Dios quiso decir al hombre: “Conviene que veas bien dónde pisas, no vaya a sucederte lo que a Tales de Mileto, que se cayó en un hoyo y se rompió una pierna por caminar siempre mirando las estrellas. Pero, para que no creas que en el suelo se acaba todo, he creado las águilas: ellas te enseñarán el arte y el placer del vuelo”. De acuerdo con esta teoría-, los pájaros deben enseñarnos que es preciso, también, remontarse a las alturas, vivir otra vida, añorar el cielo. Éstos ven la vida desde otro mirador: por eso ni hilan, ni siembran, ni cosechan; y, sin embargo, ni uno de ellos pasa hambre porque el Padre celestial los alimenta. ¡Jesús puso a los pájaros como ejemplo de eso que podría llamarse una santa despreocupación! Y todo gracias a sus alas, por las que se asemejan a los ángeles… Los pájaros no manchan el cielo
ni le ponen comillas;
el cielo y los ojos se limpian
con el lindo plumero de sus alas.
Y porque van cantando
sin saber que cantan,
sin saber qué cantan,
sin saber que encantan,
que el Señor sea con vosotros,
pájaros de la tarde (Joaquín Antonio Peñalosa).
Pido perdón a aquel niño por haberle arrebatado su fe en las alas, por haber desangelado en su presencia nada menos que a los santos ángeles de Dios. Hoy lo reconozco: él tenía más razón que yo, porque las alas son necesarias, porque poder volar es esencial. Y, sobre todo, porque hay que andar por la vida ligeros, como ellos.