Vínculo copiado
No existen Robinsones más que en la literatura, es decir, nada más que en los libros
00:02 jueves 17 abril, 2025
ColaboradoresNo existen Robinsones más que en la literatura, es decir, nada más que en los libros. ¿Qué haríamos en un mundo en el que no hubiera nadie, sino sólo nosotros? Adán, en el paraíso, debió sentir este desasosiego. Pero veámoslo después: ¡cómo brinca de felicidad al contemplar a Eva, su compañera! Y cómo exclama, poseído de la más honda alegría: «¡Ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos!» (Génesis 2,23). Con ella a un lado suyo la vida ya era otra cosa...
Una feminista radical -¿hay que llamar así a las hijas de esta raza siempre descontenta?- encontrará tal vez poco halagadora la expresión de Adán; quizá, incluso, hasta llegue a protestar, llena de indignación: «¡Nosotras no somos hueso de nadie!». Aceptaría la comparación con tal de que se dedujera de ella que los varones son realmente unos perros. Pero antes de dar la razón a la mujer que así se expresara, habría que ver qué es lo que hay en el fondo de ese grito de sorpresa. Dios está allí, cerca de Adán; éste puede casi tocarlo con el dedo; pero, aún así, Dios sigue siendo el totalmente Otro, y lo que Adán quiere es un ser semejante a él. En otras palabras, aunque Dios esté allí como al alance de la mano, por decirlo de algún modo, siempre seguirá haciendo falta el otro hombre, es decir, la ayuda, el semejante.
Quizá jamás comprenderemos del todo lo que dijo Dios casi al final ya de su tarea creadora: «No es bueno que el hombre esté solo» (Génesis 2,18). ¿Por qué nuestras modernas antropologías no parten de allí? ¿Por qué parten, más bien, de otros supuestos? Sí, la soledad mata, y la soledad absoluta mata absolutamente.
Hacia la década de los años sesenta, un equipo de psicólogos rusos aisló a varios hombres con el fin de prepararlos para su próximo envío al espacio exterior en calidad de astronautas. Creían estos científicos que al aislarlos ya desde aquí, éstos podrían soportar después con mayor entereza eso que Pascal llamó «la soledad de los espacios infinitos». ¿Con qué resultado? Con el de que casi todos empezaron a delirar y a mostrar comportamientos muy parecidos a los de la locura. «Los resultados comprobaron –escribe la psicóloga checa Eva Syristova- que basta un aislamiento total de catorce días en una cabina que imposibilite cualquier contacto social y permita el mínimo de impulsos desde fuera, para que algunas personas, incluso aquellas que anteriormente estaban equilibradas, presenten síntomas psicóticos». Y prosigue:
«Un estudio informativo fue expuesto también por el doctor Hebb, quien logró evocar, durante sus experimentos de privación sensorial y social, estados totalmente similares a las reacciones psicóticas espontáneas o provocadas farmacológicamente. Hebb dice al respecto: “Se consigue simplemente no dando a la gente absolutamente nada”. Lo único que hizo fue colocar trabajadores jóvenes y sanos sobre las camas en alcobas climatizadas. Las gafas protectoras impedían el paso de la luz. Guantes y tubos de cartón colocados sobre las manos y los brazos privaban a dichas personas de percepciones táctiles. Al mismo tiempo se encontraban aislados de todos los impulsos acústicos y olfatorios. Abandonaban sus pequeñas habitaciones sólo a la hora de comer y para ir al servicio. El resto del tiempo se encontraban tumbados solos, con sus pensamientos, en una especie de vacío psicológico y sin ningún tipo de comunicación social. Este maravilloso reposo los llevó a la psicosis. La personalidad de algunos se desdobló. Afirmaban que no eran ellos, sino dos individuos diferentes e incompatibles en una misma persona. Después de terminar el experimento se tocaban a sí mismos para convencerse de que eran reales. Hasta las cosas les parecían irreales, como sueños. Unos tenían alucinaciones. Otros llegaban al límite de la catatonia».
¡Estos científicos del demonio creían que el hombre era un ser que se adaptaba a todo! Sí, es posible que a todo se adapte, pero a lo que nunca se adaptará, por más que se esfuerce en ello, es a estar siempre solo, a no recibir nada del mundo exterior, pues la soledad es para él veneno puro.
En el largo texto que me he tomado la libertad de transcribir hay una frase que me llena de inquietud y al mismo tiempo me emociona; se trata de lo que dice el doctor Hebb al finalizar sus despiadados experimentos: ¿Quieres que la gente enloquezca de veras? Bien, basta con que no le des absolutamente nada.
Y siendo así las cosas, ¿qué de raro tiene que las relaciones donde esto sucede sean siempre patológicas y lleven, en el mejor de los casos, a la ruptura, y en el peor de ellos a la desesperación? Hay relaciones donde el intercambio ha cesado desde hace tiempo; amistades, por ejemplo, donde el dar y el recibir se han disociado de tal manera que uno es siempre el que da y otro el que recibe: éste vive estirando la mano, pero a cambio de lo que obtiene no da nada, no da nunca nada, pareciéndole que las cosas no podrían ser de otra manera. Pero, ¿qué pasa entonces con el otro? Que termina cansándose y mandando todo a la porra, como dicen en mi pueblo.
¿Quieres que tus relaciones se colapsen, que tus amigos no quieran saber ya nada de ti y tu matrimonio entre en una especie de era glacial? En realidad, es muy sencillo; escucha al doctor Hebb: basta con que no les des, ni a tu esposa ni a tus amigos, absolutamente nada: ni una palabra amistosa, ni un abrazo, ni una llamada telefónica de cuando en cuando, y verás cómo lo consigues.
Ya sé que Erich Fromm dijo una y otra vez en sus libros que «amar es fundamentalmente dar, no recibir». Sí, y, sin embargo, el que da también querría recibir alguna vez. No puede estar sólo dando y el otro sólo recibiendo.
Digámoslo con mayor claridad: allí donde ya no se recibe, allí donde se ha dejado de dar y recibir alternativamente, allí hace su aparición la soledad, y, con ella, o la locura o la muerte. ¡Qué le vamos a hacer: ya dijo Dios que no es bueno que el hombre esté solo, y si es Él quien lo dice, por algo será!